El domingo pasado fue el día del niño, pero además presentamos el libro de Schoë Blintsjia, El placer de abandonar, editado por la flamante editorial Híbrida, junto a la autora y a Marina Mariasch, que hizo el trabajo de edición. Acá el texto que leí:
Estos días, mucha gente que sabe que conozco a Shoë y seguí la escritura de la novela desde el principio, me pregunta:
–¿Qué tal está el libro de esa chica…Schhhhhho….?– Y lo que respondo es:
–Hace mucho que no leo algo así.
Lo que tiene Schoë es una voz. Una forma de modular, de sintonizar cuestiones comunes a todos de una forma, diría, extraña. Un tono neutro, tan neutro que ni siquiera es posible distinguir enseguida si se trata o no de una traducción, un tono que usa para decir las cosas más absurdas. Absurdas, si, pero una vez que el personaje las dice, son ese tipo de cosas que, en realidad, una enseguida registra como algo que también piensa, o pensó alguna vez, sin darse cuenta. Nada más atractivo que esa puntería. Cuando lo que leés, te lee.
La escritura de Schoë resuena como algo muy contemporáneo, muy actual, pero que escapa a toda solemnidad, aunque los temas que aborda son, podríamos decir: pesados. El amor y el desamor en esta época, la sensación que nos embarga a todos de sinsentido, de para qué. El dolor de crecer, la incomodidad con el propio cuerpo, la iniciación sexual, el pasaje de la infancia a la adultez, las fantasías de muerte.
Es contemporánea también la forma en que se despliegan todos estos temas: de modo fragmentario, pero a la vez con un lenguaje económico, preciso. Como si la novela sólo estuviera compuesta por las notas que toma una escritora y sus materiales fueran tan disímiles y heterogéneos como los del pensamiento cuando se dispersa en la superficie de las cosas.
El placer de abandonar es una novela superficial en el mejor de los sentidos, es una novela cutánea, leerla es como acariciar los accidentes geográficos de una historia.
Cuando Schoë empezó a traer estos textos al taller, todo el tiempo se me aparecía la voz de otra escritora que me gusta mucho, Miranda July. Como Lorena, July parece un poco una extraterrestre. Tiene ese tipo de mirada de alguien que aterriza desde un planeta lejano y cuenta cómo es la vida en la tierra con una distancia que no es que sea poco seria, sino más bien juguetona. Y ya se sabe: no hay nada más serio que el juego. Lo que distingue al juego es la libertad, la miniaturización y la mezcolanza. Un objeto cotidiano, por ejemplo una cuchara, ocupa el lugar de una persona. Un juego de cubiertos puede ser una familia. Un acolchado, un jardín. Una silla se transforma en auto. Esa capacidad de ver el mundo a través de un cristal roto, o mejor dicho, de reconocer y aceptar esa rotura, es algo que los adultos perdemos demasiado pronto. Textos como los de Schoë nos devuelven a ese territorio perdido.
“Me tiré al sol. Él se sentó en una silla a la sombra con un libro sobre la inteligencia emocional.
–¿Sirve para algo? –le pregunté.”
No es una pregunta ingenua. Es una pregunta precisa. Algo que podría querer saber un niño, o una niña, o alguien como Schoe, o como “yo”.
La voz de esta narradora, el tono ominoso, pertubador de algunos pasajes, te hace soltar una carcajada y enseguida mirar a tu alrededor para asegurarte de que nadie te vio, porque te recorre como un pudor ¿de qué me estoy riendo? Esta chica está loca. No, no está loca. Está corrida. Mira hacia una zona oculta, escondida, nos mira a los ojos (un poco como esa mirada a cámara de Poehebe Waller Bridge en Fleabag). Se ríe de ella, de nosotros, de nuestra pretensión de normalidad.
Todos los personajes de El placer de abandonar parecen un poco perdidos, pero a la vez son libres, desprejuiciados, en un punto, impunes. Dan vuelta la tortilla. Un pequeño don es una “malformación”.
“Hice el acto de magia, elevarme un poco sobre el suelo. No era una psíquica. Ni una bruja. Ni nada que se le parezca. Era una mujer como cualquier otra, sólo que tenía una malformación en la mente. ¿Qué podía tener de bueno un trébol de cuatro hojas? Era una suerte encontrarlo porque era distinto a los demás, pero en realidad la cuarta hoja era algo que no debería estar ahí.”
¿No es acaso algo con lo que convivimos diariamente? Pequeños dones, saberes, que si lo pensamos dos veces no nos sirven para nada. Como nos sucede a los que escribimos. Cuánta importancia le damos. Como si fuera la gran cosa. Como si no fuera, en realidad, una “malformación”. Me encanta esa manera en que Schoë se ríe de la pretenciosidad del “Escritor”. Su personaje escribe como un juego, pero sabe que no es para tanto. O es una “gran cosa” de la que no se obtiene ningún rédito. Un poder que, depende de cómo se lo mire, puede también ser un defecto.
“Miré por la ventana, era de noche. Me había levantado a las doce del mediodía y me había quedado todo el día encerrada. No había parado de armar y desarmar esta historia. No era una persona inteligente, perdía tiempo en palabras y rompecabezas de palabras, mientras los impuestos y los gastos mensuales se acumulaban.”
Lo único que le importa a esta chica es su personaje. Todo lo que hace tiene sentido si le sirve para escribir su historia. Para ser otra. Y pone patas para arriba toda una idea acerca de la ficción: si alguien fabrica la propia experiencia sólo como un artificio para poder escribir sobre eso, la propia experiencia ya no es materia de no-ficción, sino todo lo contrario: es ficción pura. (Imagino que a esta altura a nadie se le escapa que la autora firma con un seudónimo que es casi imposible de pronunciar y mucho más difícil escribir: tiene eses y haches y jotas y tes, y diéresis, un nombre inventado, que no existe en ningún idioma y a la vez es ella, está acá, tiene un cuerpo y una cara. ¿Es real o es una fantasía Schöe Sblintjia?)
Pero la historia no termina. O sí, porque empieza por el final. En la segunda parte hay una vecina que roba conejos, una chica que escribe cartas suicidas de despedida y tiene novios como un deporte o un juego de ingenio, un hermano medio invisible, unos padres un poco zombies.
Así, accedemos a la infancia de esta narradora que, como si se tratara de una Madame Bovary en miniatura, vive su vida de suburbio influenciada por sus lecturas. Un suburbio que no imagino como ninguno de los de la Provincia de Buenos Aires, sino más bien como una de esas maquetas de Tim Burton que reproducen a escala un pueblito cualquiera de Estados Unidos, con chicas rubias –como Schoe, como Winona en El joven manos de tijera–, casas de madera con jardines protegidos por cercos, adolescentes que cortan el pasto para ganar unos pesos durante el día y hacen barbacoas con las familias los fines de semana, pero en la intimidad de lo inconfesable se sienten solos, extraños, bichos raros como Edward o el Niño Ostra o ese otro personaje que también interpretaba Winona Ryder en otra película de Tim Burton, Beetlejuice, la adolescente que prefiere estar muerta a estar viva y, por pertenecer más a ese mundo que a éste, puede ver y hacerse amiga de los fantasmas.
Al final, después de todo, se trata de una novela de amor. Es una novela sobre la desilusión, lo frustrante de no amar, sobre lo doloroso que es el amor no correspondido también cuando la que no corresponde es una. Qué fácil y qué lindo sería amar a quien te ama. A esta narradora no le importa el hombre con el que está, le importa vivir un amor para poder escribir una historia de amor.
O es, para decirlo mejor: una novela de placer. Sobre el goce, el placer y el deseo del texto. Una novela que se hace desear.